No voy a hablar específicamente de la
violencia de género, porque es un tema recurrente que
también bajo la denominación de violencia machista
domina el panorama del abuso cruel y hasta fatal del
fuerte sobre el débil.
Ése sólo es el común denominador de muchas violencias
que existen nuestro entorno y, en el caso de la de
género, ésta ha consumido miles de páginas y millones de
euros sin conseguir paliarla o mitigarla ante la bajeza
de los especímenes crueles de la condición humana que la
practican.
Pero hay otros tipos de acoso, desde bullying escolar
—novatadas universitarias incluidas—, hasta el laboral,
pasando por el generacional, más inadvertido, pero que
también supone un ensañamiento y hasta un crimen
basándose en una posición dominante de quien lo
ejercita.
En la violencia sobre los menores —incluida, por
supuesto, la de los padres sobre sus hijos— existen
afortunadamente una serie de protocolos para detectarla
cuando se quiere encubrir bajo la forma de accidentes u
otros percances involuntarios. Pero se produce, según
los expertos, mucho más de lo que se evidencia, siempre
del mayor sobre el menor, salvo en casos precoces de
niños psicóticos en los que también sucede a la inversa.
La más silenciosa de todas estas violencias, quizás
porque es también es la más insidiosamente retorcida, es
la que se ejerce sobre las personas mayores y más
concretamente por unos hijos que se aprovechan de la
indefensión de sus padres.
Este abuso que toma las veces la forma de abandono se ha
corroborado especialmente desde que se ha instalado
entre nosotros el coronavirus. No es de extrañar, por
eso, que se hayan multiplicado exponencialmente los
testamentos en que unos progenitores ancianos quieran
desheredar a unos vástagos desagradecidos. No es un
remedio a su situación, claro está, pero la decisión
tiene un carácter punitivo que quizás produzca algún
consuelo.
Debido a toda esta panoplia de violencias en el ámbito
doméstico, social o laboral, la existencia de la
horrible plaga de la violencia sexual no debería
hacernos olvidar que esas otras conductas perversas que
también existen y que merecen asimismo la contundente
reprobación social.
ENRIQUE ARIAS VEGA
Diplomado en la Universidad de Stanford, lleva
escribiendo más de cincuenta años. Sus artículos han
aparecido en la mayor parte de los diarios españoles, en
la revista italiana Terzo Mondo y en el periódico
Noticias del Mundo de Nueva York.
Entre otros cargos, ha sido director de El Periódico de
Catalunya, de Barcelona, El Adelanto de Salamanca, y la
edición de ABC en la Comunidad Valenciana, así como
director general de publicaciones del Grupo Zeta y
asesor de varias empresas de comunicación.
En los últimos años, ha alternado sus colaboraciones en
prensa, radio y televisión con la literatura, habiendo
obtenido varios premios en ambas labores, entre ellos el
nacional de periodismo gastronómico Álvaro Cunqueiro
(2004), el de Novela Corta Ategua (2005), el de
periodismo social de la Comunidad Valenciana, Convivir
(2006) y el de Compostela Monumental (2011).
Sus últimos libros publicados han sido una compilación
de artículos de prensa, como España y otras
impertinencias (2009) y otra de relatos cortos, Nada es
lo que parece (2008). Es autor, también, entre otras
obras, de la novela El Ejecutivo (2006), de la que ya
van publicadas tres ediciones, de Ir contra corriente
(2007), Valencia, entre el cielo y el infierno (2008) y
una antología de semblanzas bajo el título de Personajes
de toda la vida (2007). |
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