El desarrollo del turismo no ha
contribuido a la erradicación de la pobreza. El sector
se impone como un nuevo embate colonizador e incluso el
denominado ‘turismo verde’, ‘turismo responsable’ o
‘ético’ aparece como un nuevo disfraz de un sector que
arrasa con tradiciones, culturas y economías
sostenibles.
El turismo en ocasiones ha sido causa de hambre. En
algunos países del Caribe y África, las compras masivas
de los hoteles provocan escasez de alimentos y
crecimiento de sus precios, haciéndolos inaccesibles
para la población local.
La salud, el bienestar y la educación universal no van
unidos a una redistribución de la riqueza que podría
propiciar la industria turística.
La estacionalidad, la baja cualificación y la feroz
competencia propician en destinos turísticos tan
diferentes como Londres o Cancún la degradación
constante de las condiciones laborales. El trabajo
precario y los bajos salarios son la tónica de una
actividad que no tiene como fin el bienestar de la
población local, sino que se abastece de su
vulnerabilidad para ser más competitivo. Además, dadas
las particulares características de este empleo, no
propicia que trabajadoras y trabajadores puedan actuar
colectivamente en defensa de sus derechos.
El turismo coloca a las mujeres a la vanguardia de la
precarización ya que muchos de los empleos del sector
son prolongaciones de las tareas domésticas
desvalorizadas y no pagadas. Esto enquista la
desigualdad, por lo que la equidad de género tropieza
también con el turismo.
La salud ambiental queda supeditada a los beneficios
macroeconómicos. La contaminación generada por el
transporte, los cruceros o la aviación provoca el
aumento del riesgo de cáncer y problemas respiratorios.
La industria turística pone en riesgo el abastecimiento
de agua limpia y su saneamiento para la población local.
En muchos casos se prioriza el acopio de los
establecimientos turísticos frente a los usos de la
población local, como ya ha ocurrido en Sudáfrica, Balli
o Baleares para regar campos de golf o llenar piscinas.
El consumo responsable es opuesto a las aspiraciones de
esta industria. El sector turístico está muy relacionado
con el ‘cuanto más mejor’. Los espacios más turísticos
generan más residuos, despilfarran más agua, energía y
recursos que se orientan a satisfacer los intereses de
turistas frente a los de las comunidades receptoras.
El éxito universal del turismo se enmarca en la era del
petróleo y no se explicaría sin él. El uso creciente del
transporte aéreo y cruceros, así como el abaratamiento
de sus costes, no pueden hoy transitar hacia las
energías limpias. Supondría poner el freno a una potente
máquina turística muy instalada y que deja enormes
beneficios. La tecnología de las energías limpias hoy
por hoy no puede sustituir a las energías fósiles para
este sector y tampoco serán accesibles a los países que
tengan que importar esta tecnología.
La acción climática es claramente la más ninguneada por
un sector que se vende sostenible. El turismo contribuye
al 8 % de las emisiones de CO2 y aunque los nuevos
aviones sean más eficientes su aumento genera un
incremento neto de las emisiones. Los Estados, además,
están financiando las compañías aéreas al eliminar los
impuestos de los billetes y de los carburantes porque el
beneficio del sector energético y de la industria
turística se impone a la lucha contra el cambio
climático.
Al contrario de lo que se pretende, el turismo no
protege la vida submarina ni la biodiversidad. La
acidificación por emisiones del transporte en el suelo y
el mar, el calentamiento al que también contribuye, la
alteración de los ecosistemas en esa búsqueda incesante
de nuevas experiencias, las 14.000 toneladas de crema
solar llena de tóxicos en los océanos, la destrucción
del litoral para la construcción de alojamientos e
infraestructuras son solo algunos ejemplos.
El sector turístico ha propiciado un incremento
desmesurado de las infraestructuras. Los Estados han
invertido dinero público en infraestructuras faraónicas
mientras desatendían necesidades básicas de la población
o sectores productivos que sí hubieran proporcionado
equidad y desarrollo sostenible. Sin ir más lejos, las
infraestructuras de transporte han sido fundamentales en
el posicionamiento de España como el país más
competitivo del mundo en el sector, lo que no ha
revertido en claros beneficios a la calidad de vida de
las personas u otros sectores productivos.
La sostenibilidad de las comunidades y la igualdad son
inversamente proporcionales a la implantación de la
industria turística. Esto podría no haber sido así si
las comunidades y las administraciones,
democráticamente, hubieran sido capaces de mantener los
sectores productivos tradicionales y compatibilizarlos
con un turismo de baja densidad. Nunca se diseñó una
oferta equilibrada, sino que se adaptó en todo momento a
las demandas del mercado, lo que ha abocado a un proceso
de turistificación que, en palabras del geógrafo Ivan
Murray, supone “la muerte de las ciudades”.
La justicia social y el objetivo de una instituciones
fuertes también se ven muy afectadas por el sector
turístico. No parece justo que la ciudadanía abandone
sus barrios porque las administraciones no protegen el
derecho a la vivienda. Tampoco lo es que el acopio de
alimentos o agua pongan en riesgo el suministro de las
poblaciones locales o los ecosistemas. |
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