El encargo de intervenir como pregonera
en la Semana Santa de Gandía constituye un gran honor y
una importante responsabilidad. Hemos de agradecer esta
ocasión a San Francisco de Borja, puesto que la
celebración del Año Jubilar conmemorativo del 450
aniversario de su muerte y el 350 de su canonización,
propició el inicio de mi relación más cercana con Gandía
y con los responsables de la Junta Mayor de Hermandades.
Entre otras aportaciones, estos actos permitieron un
acercamiento a la vida y a la espiritualidad borgiana.
La contribución de San Francisco de Borja a la Semana
Santa de Gandía es muy importante. Quizás sea oportuno
recordar el propio lugar que alberga año tras año el
pregón de Semana Santa, las Escuelas pías. Son el
resultado de un proyecto, que se había materializado en
la mente de Borja en 1545, puesto que así se lo hizo
saber a Ignacio de Loyola, y que se comenzó a construir
al año siguiente, tras la obtención de la pertinente
licencia papal. En su afán misionero y divulgador de la
fe Francisco de Borja ideó la construcción de un colegio
junto a la ermita de San Sebastián, fuera de la ciudad
amurallada, que popularmente fue conocido como el
colegio de moriscos de Gandía. Dicha ermita había sido
cedida por el municipio para que sirviese como capilla
al centro educativo. Entre las condiciones aceptadas por
Borja para que el acuerdo fuese efectivo, se encontraba
que la cofradía de la Sangre de Cristo pudiera hacer uso
de una capilla. Esta advocación tuvo una amplia difusión
en tierra de moriscos, puesto que se entendían como una
herramienta esencial de evangelización y de ratificación
de su importancia dogmática. Este requisito no supuso
ningún inconveniente, sino que, muy al contrario, dicha
advocación tuvo una gran influencia en Gandía, en gran
medida por el cobijo procurado por Borja y por la
difusión que en tierras valencianas le dieron los
miembros de la Compañía de Jesús. Así, consta que, en la
Cuaresma de 1550, los jesuitas habían asumido el sermón
de los miércoles para favorecer esta devoción.
Si bien la iniciativa no era plenamente novedosa, puesto
que diversos prelados habían insistido en la necesidad
de enseñar y catequizar a esta minoría, lo eran en grado
sumo los planes que Borja había trazado en torno al
colegio, al que dotó de rentas y cedió su biblioteca con
la intención de que se convirtiese en universidad. Es
decir, se asumía la educación de jóvenes no destinados
al sacerdocio, pero también preparar convenientemente a
aquellos que adoptasen el estado eclesiástico para
desempeñar su labor misional en tierras de moriscos. De
esta manera, Gandía se convirtió en un centro difusor de
evangelización y de espiritualidad que tuvo una enorme
importancia como proyecto germinal.
En este contexto hemos de integrar otra actividad
atribuida a Borja por la tradición, si bien nada permite
afirmarlo, aunque ciertamente relacionada con su
formación y gusto por la música, como fue la composición
musical creada para la Semana Santa de Gandía titulada
Visitatio sepulchri, a la que se dio forma en el verano
de 1550 y que fue representada de manera ininterrumpida
hasta 1865. Hizo uso de un breve del papa Borja,
Alejandro VI, quien había concedido al convento de
monjas clarisas de Gandía el privilegio de tener
expuesto El Santísimo desde el Jueves Santo hasta el
domingo de Pascua de Resurrección. Francisco de Borja
dotó con una renta al clero de Gandía para que el
Viernes Santo el Santísimo fuese trasladado de la
colegiata al convento de Santa Clara acompañado de su
capilla de música. La sagrada forma se lleva desde el
«monumento grande», en el altar mayor, a un «monumento
pequeño» que representa el sepulcro de Cristo –Depositio.
En el transcurso de esta parte de la ceremonia, clero y
coro interpretan cinco responsorios, improperia y una
antífona propios del repertorio gregoriano de Semana
Santa. En la madrugada del domingo de Pascua, se
representaba la visita de las Marías al sepulcro para
limpiar el cuerpo de Jesús, la aparición del ángel, el
descubrimiento de que se hallaba vacío y la proclamación
de su Resurrección. El clero de la colegiata había
acudido en procesión cantando el responsorio Dum
transisset hasta llegar a la iglesia de las clarisas,
donde se desarrolla la representación propiamente dicha
de la Visitatio sepulchri, en la que los cantos alternan
con intervenciones polifónicas del coro. Después, la
custodia en procesión recorría las calles aledañas al
cenobio en la que la música que acompañaba alternaba el
canto llano con la polifonía. Precisamente esta cuestión
convierte esta representación en algo único, puesto que
no se ha conservado en ninguna otra de este género que
haga uso extensivo de la polifonía y que no adoptase la
lengua vernácula. Se recogía así una tradición medieval
benedictina que arrancaba en el siglo X, y que fue
remozada en función de la vieja ceremonia monástica de
la Depositio y Elevatio. Como símbolo del entierro de
Cristo, se sepultaban simbólicamente las hostias
sobrantes de la comunión del Viernes Santo, mientras que
en la noche del Sábado al Domingo de Pascua el
resucitado era conducido de nuevo al altar mayor.
Ese mismo verano, el 30 de agosto de 1550, Francisco de
Borja abandonó Gandía para no volver nunca más y para
dedicarse enteramente a la Compañía de Jesús. Su
especial vivencia de la Semana Santa continuó después de
haber cantado misa y no deja de ser curiosa la
coincidencia de hechos relevante en su vida que se
produjeron a lo largo de los años durante los días que
conforman la misma. La predicación del P. Borja y, sobre
todo, su ejemplo de vida, movieron a muchos fieles a
interesarse por mejorar su vida cristiana. No menos
debió de valer la curiosidad de autoridades y pueblos
por verle celebrar en su tierra, por comprobar de
primera mano la transformación de gran duque de Gandía a
jesuita, de oír su predicación y de escuchar sus
consejos o confesarse con él y, en sus continuos viajes,
fue acogiendo las peticiones de sacerdotes y laicos de
realizar los Ejercicios ignacianos. En los meses
siguientes, fue madurando en su predicación, lo que se
tradujo en mayores frutos. Así, comenzó la Cuaresma con
un sermón y decidió explicar al pueblo el salmo
“Miserere” en los viernes de Cuaresma.
Unos meses después de su ordenación, Ignacio de Loyola
le encargó una misión en Portugal. Inició viaje desde
Oñate el 19 de marzo 1552 y, durante el itinerario,
celebraba con mucha solemnidad y predicaba en los
pueblos y ciudades que encontraba en el camino. Así,
desde Valladolid fue a Toro, llamado por la princesa de
Portugal, doña Juana de Austria, hija de Carlos V. Allí
se detuvo varios días para dar los Ejercicios a la
princesa, con cuatro horas al día de coloquio.
Precisamente, coincidió con los días de Semana Santa,
por lo que los mismos versaron sobre la Pasión del
Señor. La princesa había renunciado en esta ocasión a
los juegos de naipes, a los que tenía mucha afición y
dedicaba su tiempo, así como a la lectura de libros
profanos Atendió también a las damas de su alteza en sus
consultas y problemas de conciencia, mientras ofrecía al
Señor sus reumas y otros achaques propios de su siempre
delicada salud.
Posteriormente trataron en la corte de Lisboa y, con
ocasión de los encuentros mantenidos, la princesa
reclamó al P. Borja la baraja de naipes espirituales que
le había prometido durante la Semana Santa de 1552 en
Toro. Dicha baraja terminó adquiriendo gran celebridad
en el palacio y entre los nobles, quienes se aficionaron
a su juego en diversas variantes. Se trataba de una
baraja compuesta por 48 naipes sin ningún dibujo o
figura. La mitad de ellas, 24, llevaban cada una la
descripción de una virtud, y las otras 24 la descripción
de un vicio. A quien le tocaba la carta de una virtud,
tenía que humillarse en voz alta por el defecto o la
carencia de ella que encontraba en su vida. A quien le
tocaba la de un vicio, tenía que humillarse por la
presencia o el exceso de dicho vicio en su existencia.
Ganaba el juego quien había recibido más cartas de
virtudes. La baraja podía admitir muchas variantes
espirituales; si se escribían, por ejemplo, sobre cada
carta, en vez de virtudes y vicios, prácticas de
imitación de Jesús o de nuestra Señora.
Otro encuentro significativo en la vida del P. Borja que
se produjo en el trascurso de la Semana Santa, tuvo
lugar en 1557, cuando, estando en Ávila, mantuvo dos
conversaciones con Teresa de Jesús. Cuando pasó por
aquella ciudad Francisco de Borja, si seguimos la
biografía del santo escrita por el P. Juan Eusebio
Nieremberg, fue requerido por la religiosa carmelita a
instancias de su confesor, en unos momentos en que ella
se sentía inquieta por cuestiones espirituales. El
resultado de la conversación fue que la monja quedó
reconfortada y agradecida, puesto que el P. Borja le
aconsejó que comenzase su oración, “meditando algún paso
de la Pasión de Cristo, mas que si el Señor la
suspendiese se dejase llevar de el sin hacerle más
resistencia”. Sin embargo, el principal consuelo para la
santa provino de que sintió un gran apoyo por una
afirmación realizada por el propio Francisco de Borja,
quien le expresó que él mismo compartía idénticos
sentimientos. El jesuita le pareció a la monja carmelita
“un gran contemplativo”. Sin duda, ambos guardaron un
grato recuerdo del encuentro.
Durante la estancia portuguesa entre 1560 y 1561,
consecuencia de las implicaciones que se derivaron para
Borja de los, en palabras de Teresa de Jesús, “tiempos
recios”, se han conservado una serie de sermones
predicados principalmente en Oporto. El propio jesuita
nos informa de que en la Cuaresma de ese año se habían
predicado once o doce sermones por semana siendo
solamente cuatro predicadores de la compañía de Jesús.
Apuntaba que él mismo había asumido tres en alguna de
las dichas semanas. Trasladado finalmente a Roma en
septiembre de 1561, acontecimiento de gran relieve por
las circunstancias en que se produjo, la fama adquirida
como predicador y sobre su comportamiento y vida
ejemplar le habían precedido. Si bien sus
responsabilidades de gobierno en la Compañía de Jesús se
fueron incrementando progresivamente, no por ello dejó
de predicar en la Cuaresma de 1563 dos veces por semana
en la iglesia de Santiago de los españoles, adonde
acudían multitudes para escuchar y ver al gran duque
convertido en jesuita santo.
Ciertamente, si tenemos en cuenta lo recogido en su
Diario espiritual, escrito por Borja entre 1564 y 1570,
encontramos la especial intensidad con que vivía los
tiempos litúrgicos, particularmente, la preparación de
la Navidad, de la Semana Santa y de Pentecostés. Los
estudiosos de este documento nos señalan que Borja tenía
una gran devoción por María, ante cuya imagen sentía
llenar su alma de consuelo. Acompañar los dolores de la
pasión y la soledad de la Madre suponen un impulso
esencial del espíritu borgiano. Así, el domingo de Ramos
de 1567 escribía: “Ir a la Madre de Dios y decirle lo
que hacen de su hijo esta semana, y llorar con ella”.
Precisamente, durante este periodo escribió Meditaciones
del Viernes Santo, repartida de las siete horas
canónicas, así como aquel día, como [para] tener en el
año algunas consideraciones en el Officio divino, y
también para cumplir con la devoción de alguno, que
terná por bien de exercitarse en los siete días de la
semana, en cada día de su meditación. Es decir, que
además del Viernes Santo, las meditaciones se podían
aplicar a cualquier momento del año. En palabras de
Borja, “para que, siendo partícipes de la pasión, lo
seamos de la glorificación”.
También se recoge en el Diario espiritual cómo se había
de preparar él mismo, como cualquier fiel, para la
Semana Santa, determinando los misterios que había de
contemplar cada día. Sus consideraciones se inspiraron
en los Ejercicios de San Ignacio, predominando el
acompañar a Cristo en su dolor, participar de él, ver su
padecimiento por nuestros pecados y considerar qué
debíamos padecer por Él. Sin duda, debió sentir un
especial pesar cuando la enfermedad le impidió andar y
le postró en el lecho, por lo que no pudo celebrar la
misa durante la Semana Santa y la Pascua de 1568.
Sabemos, por una carta que escribe en esos días al P.
Jerónimo Nadal, que la gota le impidió incluso poder
seguir escribiendo con su propia mano.
No menos relevante nos parece la última Semana Santa que
pasó el P. Borja en este mundo. Durante su último viaje,
el tercer prepósito general de la Compañía de Jesús fue
informado de la muerte de Pío V y la elección de
Gregorio XIII, de la situación de la guerra en los
Países Bajos, de los movimientos de la armada de don
Juan de Austria en el Mediterráneo y de la matanza de
San Bartolomé en Francia, entre otras cuestiones. Sin
duda, estas inquietantes noticias debieron contribuir a
que el viaje del P. Francisco fuese una prologada
agonía. Tras cruzar los Alpes en litera, afectado por
los efectos del frío y de las hemorragias, durante la
Semana Santa se embarcó en Turín siguiendo el río Po
hasta Ferrara. Allí permaneció cuatro meses, ocupado en
la correspondencia diaria de Roma, que le traía las
noticias de la Compañía y del mundo. Acudió a dicha
ciudad, haciendo una parada de ocho días en Loreto.
Finalmente, llegó a la Ciudad Eterna el 12 de septiembre
con enorme sufrimiento por los dolores que le consumían.
A los tres días de llegar a Roma, murió santamente el 1
de octubre de 1572.
San Francisco de Borja preparaba de manera precisa y
cuidadosa su propia vivencia de la Semana Santa,
cuestión que fue común con los primeros compañeros de
Ignacio de Loyola, al igual que se empleaba en la
predicación en todos los pueblos y ciudades por los que
pasaba en sus viajes, de forma especial durante la
Cuaresma. En este sentido, también fue un precursor de
las llamadas misiones populares, que fueron un fenómeno
nuevo en el siglo XVI con vagos antecedentes medievales,
concebidas como estrategia pastoral plenamente
articuladas preferentemente para pueblos y aldeas. La
evangelización sistemática de las gentes del campo tuvo
profundo impacto, no sólo en la práctica y sensibilidad
religiosas entre los siglos XVI y XVIII, sino también en
la cultura popular. Los jesuitas, entre otras órdenes
religiosas, desempeñaron un papel crucial, puesto que
las misiones populares llegaron a considerarse como uno
de sus ministerios más característicos e importantes,
equiparables a las misiones que realizaban en
territorios remotos. Así, se fue generando una
estructura en el procedimiento que se fue perfeccionando
hasta quedar establecida como modélica. Los misioneros
debían permanecer en un lugar o comarca alrededor de una
semana, predicaban e instruían cada día grupos
diferentes de la población y aseguraban la perseverancia
en los buenos propósitos, principalmente a través del
establecimiento de cofradías y otras instituciones que
permanecían en el lugar tras la marcha del misionero.
Sus sermones, que muchas veces duraban hasta dos horas,
trataban del pecado, la misericordia de Dios y temas
relacionados con “Primera Semana” de los Ejercicios
Espirituales.
Entre los jesuitas que se dedicaron con especial
relevancia a esta labor, destaca de manera muy
significada Jerónimo López, nacido en Gandía el 21 de
octubre de 1589 y bautizado al día siguiente en la
Iglesia Colegial. Entró en la Compañía de Jesús en1604
y, finalizado el novicio y mientras terminaba sus
estudios, fue destinado a la isla de Mallorca en 1609,
siendo apresado durante el viaje por los piratas de
Argel. Permaneció en cautiverio un año, hasta que
Enrique IV de Francia pagó su rescate por la intercesión
de su confesor, el influyente jesuita Pierre Coton. La
dura experiencia vivida el hizo retomar los estudios con
inusitado ahínco y, tras realizar sus últimos votos en
1622, inició una labor misional titánica, que le hizo
recorrer la Corona de Aragón y Navarra, las dos
Castillas y Murcia. Tras cuarenta años de labor
misionera, a la hora de su muerte, acaecida en Valencia
en 1658, calculaba que sus misiones sumaban un número no
inferior a mil trescientas.
Entender este método misional implica atender no sólo a
las cuestiones teológicas, sino también los conceptos
psicológicos y escénicos del espectáculo misional. De
hecho, las misiones están íntimamente ligadas a la
cultura barroca lo que implica que en ellas se
utilizaron de un modo dramático las representaciones
plásticas, la música o la iluminación. Esta predicación
tuvo, sobre todo, un carácter visual que buscaba
impactar y sorprender a su audiencia. El conjunto de
herramientas utilizado para obtener los fines que
pretendía alcanzar la misión tuvo mucha importancia para
promover una nueva forma de religiosidad. Ciertamente,
su carácter cuaresmal les confirió un fuerte contenido
penitencial. En el caso del gandiense Jerónimo López,
verdadero referente en este ámbito, en su método
misional tenía una parte importante lo que él mismo
llamaba “espectáculos”: el uso del crucifijo para fijar
la atención sobre el Cristo crucificado, de la calavera,
como símbolo del desengaño de las vanidades del mundo y
una pintura del infierno, formaban su equipamiento
habitual, aunque él mismo aconsejaba que se empleasen
con discreción. Otro recurso era el “asalto”, que
consistía en un acto de contrición que se realizaba de
noche por las calles del pueblo. Igualmente, las
prácticas promovidas fueron, fundamentalmente, la
plegaria, la confesión y las procesiones.
En el caso de las procesiones, junto a las que
organizaba el misionero, había otras convocadas por las
cofradías locales. Cada vez más, y también en las
misiones urbanas, el acento se inclina progresivamente
hacia lo penitencial y cuaresmal. De forma más
irregular, estos misioneros como Jerónimo López y otros
jesuitas que actuaron hasta la expulsión de la Compañía
de Jesús en 1767, actuaron con el fin de alcanzar la
pacificación de enemistades y restituciones de bienes y
de dinero. Esta tarea de reconciliación y concordia
social, que tienen como uno de sus principales frutos la
composición de paces y las restituciones, suponen una de
las dimensiones sociales más tangible del amor
fraternal, de la hermandad.
Por supuesto, San Francisco de Borja y el jesuita
Jerónimo López forman parte del rico patrimonio cultural
de Gandía. Cuidar el patrimonio cultural es una
responsabilidad ciudadana, a la que están compelidas las
instituciones, pero también los estudiosos e
investigadores, los propios vecinos y todos aquellos que
se sientan inclinados o impelidos a ello. Así lo
entendieron los gandienses cuando, en 1996, trataron de
reponer la Visitatio sepulchri, puesto que ya era
completamente desconocida en la ciudad la función del
Viernes Santo, así como gran parte de la música, el
texto y las acotaciones escénicas de la del Domingo de
Resurrección. A partir de los pocos vestigios
documentales disponibles, el trabajo de investigación
dio su fruto, pudiendo lograse la reconstrucción íntegra
y fidedigna de la obra. La Junta Mayor de Hermandades de
Semana Santa de Gandía favoreció la escenificación de
aquello que se conocía durante 1996 y 1997, pero,
felizmente, en la representación de 1998 se repuso por
primera vez toda la obra íntegramente. Como afirmaba
José María Vives Ramiro: “El reto de la pervivencia
óptima de la Visitatio Sepulchri está en manos de los
hijos de Gandía que decidirán con sus actos el futuro de
esta truncada y ahora rehabilitada tradición”.
“En manos de los hijos de Gandía”. Las miles de personas
que acudirán a los actos que conforman la Semana Santa
en Gandía tendrán diversos motivos para ello. Sin duda,
el primero y más importante, una fe firme que se
sustenta y proyecta en unas devociones que acompañan su
religiosidad, su vinculación a una cofradía o prestando
pequeñas ayudas, pero muy importantes, para que todo
luzca perfecto (limpieza, flores, luces, música…).
Quizás haya algunas personas que acudan a estas
ceremonias por costumbre, tradición o por acompañar a
sus mayores, en el caso de los más jóvenes, a los
oficios, actos litúrgicos o procesiones con los
automatismos a los que nos empuja el ritmo de vida
actual, sin haberse parado a reflexionar de manera más
pausada sobre aquello que acontece antes sus ojos y les
concierne.
Ante estas personas, como ante resto de los congregados
en torno a la Semana Santa de Gandía, me gustaría
significar que todo lo que va a suceder en las iglesias,
en las calles y en las casas forma parte de su
patrimonio. Un concepto de patrimonio que debe atender a
varias cuestiones, materiales e inmateriales, pero que
hemos de entender como el conjunto de bienes propios de
una persona o de una institución, o de una sociedad en
su conjunto, que se adquieren por herencia y que, por
tanto, hunde sus raíces en un tiempo pretérito. Nos
resulta extremadamente sencillo pensar y valorar el
patrimonio material, pero nos cuesta más hacernos una
idea de conjunto de nuestro patrimonio inmaterial,
conformado de manera intangible por las creencias, las
tradiciones, las devociones, etc.
Hacernos cargo de nuestro patrimonio necesariamente
conlleva transmitir esa tradición relacionada no solo
con el sentimiento, sino también con los sentidos,
puesto que se persuaden por una percepción
significativa, y con el entendimiento que conduce a la
interiorización. Un entendimiento que va más allá, que
enlaza inicialmente con unos valores y una cultura, pero
que, por supuesto, sobre todo se sustenta en la fe. Un
entendimiento que nos permite la apertura para captar lo
que Dios manifiesta. Pero incluso cuando esta fe no es
honda y asentada, el sentido de la Semana Santa, al
igual que el de la Navidad, traspasa a la persona
apelando a nuestras raíces antropológicas. El nacimiento
y la muerte son el principio y el fin de la vida, de la
que forman parte, como el haz y el envés, el sufrimiento
y la esperanza. Ambas componen la esencia de la Semana
Santa.
Vivimos en una sociedad cada vez más secularizada, en la
que son muchas las personas que han perdido el sentido
de transcendencia. Los antropólogos y los filósofos nos
alertan sobre como nuestra atención está atraída por
seguir el ritmo que nos impone el día a día con sus
urgencias. Actualmente, todo lo que nos rodea compite
por captar nuestra atención. El bombardeo de
información, las redes sociales, la publicidad, etc.
pugnan por seducirnos y, en cierto sentido, atraparnos.
La infoesfera, como ecosistema de actuación y relación
informacional, que desdibuja la diferencia entre lo
humano y lo artificial, tiene aprehendida nuestra
atención, proporcionándonos estímulos continuos,
favoreciendo nuestro requerimiento de inmediatez y
moviéndonos al consumo. La imparable informatización de
nuestra vida nos introduce en un mundo donde todo está
en la nube, donde nada es sólido. La monitorización de
la vida a través de internet, la infomanía, la
Inteligencia Artificial, etc., forman parte de nuestra
realidad cotidiana. Los expertos nos vaticinaron los
cambios en la educación, incluso en el ocio. Una de las
consecuencias más preocupantes de todo esto es que lo
que requiere más tiempo y más atención por nuestra parte
va perdiendo progresivo interés y tiende a desaparecer.
Es mucho más fácil poner el foco en las emociones, en
satisfacer lo inmediato, que formarse intelectualmente o
que reflexionar.
De igual modo, otras cuestiones que requieren más de
nosotros, como el compromiso o la responsabilidad, o
discernir la emoción más profunda de la experiencia
religiosa, se dejan postergadas, sin tener en cuenta que
perfectamente ambas realidades pueden coexistir en
equilibrio. Sin duda, hemos de vivir en nuestro tiempo,
pero sin dejarnos privar de sentido. Vivimos en una
sociedad que no mira la cruz, que expone con cierto
adanismo su derecho a ser feliz. Una felicidad que
ciframos, muchas veces, en la posesión material, sin
atender a la ética del cuidado de los otros,
principalmente de los más dependientes, pero también de
la propia comunidad. Nos cuesta pararnos por el ritmo
acelerado que nos impone la vida diaria, somos
multitarea y, sobre todo, nos cuesta mirar a los demás.
Somos el “fono sapiens” que se hace selfies, que se pone
a sí mismo en primer plano. El resto quedan en segundo
plano, desdibujados, o están fuera del objetivo.
Si como San Francisco de Borja nos preparamos para vivir
la Semana Santa, hemos de comenzar evitando el ruido que
impide la escucha, que nos aturde porque nos saltan las
supuestas alertas que requieren nuestra atención
constantemente. Busquemos un silencio que agudice
nuestra atención. Un silencio contemplativo que nos
permita encontrar la voz interior. Usar nuestros
sentidos para contemplar la belleza de la naturaleza y
de la ética del cuidado, y plantearnos el sentido último
de nuestra vida. Recordemos, hagamos memoria. Tendemos a
almacenar “experiencias únicas”, variadas, diferente,
“de moda”, pero mejor tratemos de conectar con lo
perenne. Cultivemos la fraternidad con nuestro prójimo y
la amistad con Dios a través de la oración y abramos
nuestra mente a sus manifestaciones. Pensar en
profundidad, iniciar el proceso sin temor, encontrar
nuestra misión, mejorarnos para los demás de manera
realista, sin huidas ni evasiones.
Cuando me senté a escribir estas páginas y pensé en mi
relación con la Semana Santa, como en muchas otras
claves de nuestra vida, me asaltaron los recuerdos de la
niñez. Las explicaciones de mis padres para satisfacer
mi curiosidad, mi formación como católica, la música, el
retumbar de los tambores, el olor a incienso y a cera,
los cofrades, los nazarenos, las Vírgenes doloras, el
sufrimiento, la cruz, el silencio,… la muerte aceptada
de quien murió por redimirnos y resucitó para mostrarnos
la esperanza en la salvación. Todo ello estaba ahí, en
esos primeros recuerdos forjados cogida de las manos de
mis padres. Posteriormente, la vivencia y la formación
han ido poniendo nombres y categorías, así como
alimentando la presencia Cristo resucitado.
Quiero terminar reiterando mi agradecimiento a la Junta
Mayor de Hermandades, patrimonio cultural de Gandía, que
personifican un legado vivo y dan testimonio de vida
cristiana. Recoger dicho legado, conservarlo y
renovarlo, no es, lógicamente, algo meramente cultural,
es testimonio de fe, de trasmisión de la fe, de oración,
y de participación activa en la vida eclesial. El amor
al prójimo y la caridad constituyen el motor que mueve
su impulso para llevar la esperanza al corazón
necesitado, mientras que la celebración de la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor, objetivo esencial de la
hermandad sentida como vivencia comunitaria, constituye
la esencia y el sentido de la Semana Santa.
Muchas gracias. |