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Diario de actualidad de la comarca de La Safor / Valencia


Henar Pizarro Llorente, Pregonera de la Semana Santa de Gandía 2023
Foto: JMHSSG/2023
Fuente: Junta Mayor de Hermandades de la Semana Santa de Gandia (JMHSSG)
Valencia 27 de marzo de 2023

PREGÓN SEMANA SANTA GANDÍA 2023 - LA SEMANA SANTA DE GANDÍA Y EL PATRIMONIO CULTURAL

 

El encargo de intervenir como pregonera en la Semana Santa de Gandía constituye un gran honor y una importante responsabilidad. Hemos de agradecer esta ocasión a San Francisco de Borja, puesto que la celebración del Año Jubilar conmemorativo del 450 aniversario de su muerte y el 350 de su canonización, propició el inicio de mi relación más cercana con Gandía y con los responsables de la Junta Mayor de Hermandades. Entre otras aportaciones, estos actos permitieron un acercamiento a la vida y a la espiritualidad borgiana.

La contribución de San Francisco de Borja a la Semana Santa de Gandía es muy importante. Quizás sea oportuno recordar el propio lugar que alberga año tras año el pregón de Semana Santa, las Escuelas pías. Son el resultado de un proyecto, que se había materializado en la mente de Borja en 1545, puesto que así se lo hizo saber a Ignacio de Loyola, y que se comenzó a construir al año siguiente, tras la obtención de la pertinente licencia papal. En su afán misionero y divulgador de la fe Francisco de Borja ideó la construcción de un colegio junto a la ermita de San Sebastián, fuera de la ciudad amurallada, que popularmente fue conocido como el colegio de moriscos de Gandía. Dicha ermita había sido cedida por el municipio para que sirviese como capilla al centro educativo. Entre las condiciones aceptadas por Borja para que el acuerdo fuese efectivo, se encontraba que la cofradía de la Sangre de Cristo pudiera hacer uso de una capilla. Esta advocación tuvo una amplia difusión en tierra de moriscos, puesto que se entendían como una herramienta esencial de evangelización y de ratificación de su importancia dogmática. Este requisito no supuso ningún inconveniente, sino que, muy al contrario, dicha advocación tuvo una gran influencia en Gandía, en gran medida por el cobijo procurado por Borja y por la difusión que en tierras valencianas le dieron los miembros de la Compañía de Jesús. Así, consta que, en la Cuaresma de 1550, los jesuitas habían asumido el sermón de los miércoles para favorecer esta devoción.

Si bien la iniciativa no era plenamente novedosa, puesto que diversos prelados habían insistido en la necesidad de enseñar y catequizar a esta minoría, lo eran en grado sumo los planes que Borja había trazado en torno al colegio, al que dotó de rentas y cedió su biblioteca con la intención de que se convirtiese en universidad. Es decir, se asumía la educación de jóvenes no destinados al sacerdocio, pero también preparar convenientemente a aquellos que adoptasen el estado eclesiástico para desempeñar su labor misional en tierras de moriscos. De esta manera, Gandía se convirtió en un centro difusor de evangelización y de espiritualidad que tuvo una enorme importancia como proyecto germinal.

En este contexto hemos de integrar otra actividad atribuida a Borja por la tradición, si bien nada permite afirmarlo, aunque ciertamente relacionada con su formación y gusto por la música, como fue la composición musical creada para la Semana Santa de Gandía titulada Visitatio sepulchri, a la que se dio forma en el verano de 1550 y que fue representada de manera ininterrumpida hasta 1865. Hizo uso de un breve del papa Borja, Alejandro VI, quien había concedido al convento de monjas clarisas de Gandía el privilegio de tener expuesto El Santísimo desde el Jueves Santo hasta el domingo de Pascua de Resurrección. Francisco de Borja dotó con una renta al clero de Gandía para que el Viernes Santo el Santísimo fuese trasladado de la colegiata al convento de Santa Clara acompañado de su capilla de música. La sagrada forma se lleva desde el «monumento grande», en el altar mayor, a un «monumento pequeño» que representa el sepulcro de Cristo –Depositio. En el transcurso de esta parte de la ceremonia, clero y coro interpretan cinco responsorios, improperia y una antífona propios del repertorio gregoriano de Semana Santa. En la madrugada del domingo de Pascua, se representaba la visita de las Marías al sepulcro para limpiar el cuerpo de Jesús, la aparición del ángel, el descubrimiento de que se hallaba vacío y la proclamación de su Resurrección. El clero de la colegiata había acudido en procesión cantando el responsorio Dum transisset hasta llegar a la iglesia de las clarisas, donde se desarrolla la representación propiamente dicha de la Visitatio sepulchri, en la que los cantos alternan con intervenciones polifónicas del coro. Después, la custodia en procesión recorría las calles aledañas al cenobio en la que la música que acompañaba alternaba el canto llano con la polifonía. Precisamente esta cuestión convierte esta representación en algo único, puesto que no se ha conservado en ninguna otra de este género que haga uso extensivo de la polifonía y que no adoptase la lengua vernácula. Se recogía así una tradición medieval benedictina que arrancaba en el siglo X, y que fue remozada en función de la vieja ceremonia monástica de la Depositio y Elevatio. Como símbolo del entierro de Cristo, se sepultaban simbólicamente las hostias sobrantes de la comunión del Viernes Santo, mientras que en la noche del Sábado al Domingo de Pascua el resucitado era conducido de nuevo al altar mayor.

Ese mismo verano, el 30 de agosto de 1550, Francisco de Borja abandonó Gandía para no volver nunca más y para dedicarse enteramente a la Compañía de Jesús. Su especial vivencia de la Semana Santa continuó después de haber cantado misa y no deja de ser curiosa la coincidencia de hechos relevante en su vida que se produjeron a lo largo de los años durante los días que conforman la misma. La predicación del P. Borja y, sobre todo, su ejemplo de vida, movieron a muchos fieles a interesarse por mejorar su vida cristiana. No menos debió de valer la curiosidad de autoridades y pueblos por verle celebrar en su tierra, por comprobar de primera mano la transformación de gran duque de Gandía a jesuita, de oír su predicación y de escuchar sus consejos o confesarse con él y, en sus continuos viajes, fue acogiendo las peticiones de sacerdotes y laicos de realizar los Ejercicios ignacianos. En los meses siguientes, fue madurando en su predicación, lo que se tradujo en mayores frutos. Así, comenzó la Cuaresma con un sermón y decidió explicar al pueblo el salmo “Miserere” en los viernes de Cuaresma.

Unos meses después de su ordenación, Ignacio de Loyola le encargó una misión en Portugal. Inició viaje desde Oñate el 19 de marzo 1552 y, durante el itinerario, celebraba con mucha solemnidad y predicaba en los pueblos y ciudades que encontraba en el camino. Así, desde Valladolid fue a Toro, llamado por la princesa de Portugal, doña Juana de Austria, hija de Carlos V. Allí se detuvo varios días para dar los Ejercicios a la princesa, con cuatro horas al día de coloquio. Precisamente, coincidió con los días de Semana Santa, por lo que los mismos versaron sobre la Pasión del Señor. La princesa había renunciado en esta ocasión a los juegos de naipes, a los que tenía mucha afición y dedicaba su tiempo, así como a la lectura de libros profanos Atendió también a las damas de su alteza en sus consultas y problemas de conciencia, mientras ofrecía al Señor sus reumas y otros achaques propios de su siempre delicada salud.

Posteriormente trataron en la corte de Lisboa y, con ocasión de los encuentros mantenidos, la princesa reclamó al P. Borja la baraja de naipes espirituales que le había prometido durante la Semana Santa de 1552 en Toro. Dicha baraja terminó adquiriendo gran celebridad en el palacio y entre los nobles, quienes se aficionaron a su juego en diversas variantes. Se trataba de una baraja compuesta por 48 naipes sin ningún dibujo o figura. La mitad de ellas, 24, llevaban cada una la descripción de una virtud, y las otras 24 la descripción de un vicio. A quien le tocaba la carta de una virtud, tenía que humillarse en voz alta por el defecto o la carencia de ella que encontraba en su vida. A quien le tocaba la de un vicio, tenía que humillarse por la presencia o el exceso de dicho vicio en su existencia. Ganaba el juego quien había recibido más cartas de virtudes. La baraja podía admitir muchas variantes espirituales; si se escribían, por ejemplo, sobre cada carta, en vez de virtudes y vicios, prácticas de imitación de Jesús o de nuestra Señora.

Otro encuentro significativo en la vida del P. Borja que se produjo en el trascurso de la Semana Santa, tuvo lugar en 1557, cuando, estando en Ávila, mantuvo dos conversaciones con Teresa de Jesús. Cuando pasó por aquella ciudad Francisco de Borja, si seguimos la biografía del santo escrita por el P. Juan Eusebio Nieremberg, fue requerido por la religiosa carmelita a instancias de su confesor, en unos momentos en que ella se sentía inquieta por cuestiones espirituales. El resultado de la conversación fue que la monja quedó reconfortada y agradecida, puesto que el P. Borja le aconsejó que comenzase su oración, “meditando algún paso de la Pasión de Cristo, mas que si el Señor la suspendiese se dejase llevar de el sin hacerle más resistencia”. Sin embargo, el principal consuelo para la santa provino de que sintió un gran apoyo por una afirmación realizada por el propio Francisco de Borja, quien le expresó que él mismo compartía idénticos sentimientos. El jesuita le pareció a la monja carmelita “un gran contemplativo”. Sin duda, ambos guardaron un grato recuerdo del encuentro.

Durante la estancia portuguesa entre 1560 y 1561, consecuencia de las implicaciones que se derivaron para Borja de los, en palabras de Teresa de Jesús, “tiempos recios”, se han conservado una serie de sermones predicados principalmente en Oporto. El propio jesuita nos informa de que en la Cuaresma de ese año se habían predicado once o doce sermones por semana siendo solamente cuatro predicadores de la compañía de Jesús. Apuntaba que él mismo había asumido tres en alguna de las dichas semanas. Trasladado finalmente a Roma en septiembre de 1561, acontecimiento de gran relieve por las circunstancias en que se produjo, la fama adquirida como predicador y sobre su comportamiento y vida ejemplar le habían precedido. Si bien sus responsabilidades de gobierno en la Compañía de Jesús se fueron incrementando progresivamente, no por ello dejó de predicar en la Cuaresma de 1563 dos veces por semana en la iglesia de Santiago de los españoles, adonde acudían multitudes para escuchar y ver al gran duque convertido en jesuita santo.

Ciertamente, si tenemos en cuenta lo recogido en su Diario espiritual, escrito por Borja entre 1564 y 1570, encontramos la especial intensidad con que vivía los tiempos litúrgicos, particularmente, la preparación de la Navidad, de la Semana Santa y de Pentecostés. Los estudiosos de este documento nos señalan que Borja tenía una gran devoción por María, ante cuya imagen sentía llenar su alma de consuelo. Acompañar los dolores de la pasión y la soledad de la Madre suponen un impulso esencial del espíritu borgiano. Así, el domingo de Ramos de 1567 escribía: “Ir a la Madre de Dios y decirle lo que hacen de su hijo esta semana, y llorar con ella”. Precisamente, durante este periodo escribió Meditaciones del Viernes Santo, repartida de las siete horas canónicas, así como aquel día, como [para] tener en el año algunas consideraciones en el Officio divino, y también para cumplir con la devoción de alguno, que terná por bien de exercitarse en los siete días de la semana, en cada día de su meditación. Es decir, que además del Viernes Santo, las meditaciones se podían aplicar a cualquier momento del año. En palabras de Borja, “para que, siendo partícipes de la pasión, lo seamos de la glorificación”.

También se recoge en el Diario espiritual cómo se había de preparar él mismo, como cualquier fiel, para la Semana Santa, determinando los misterios que había de contemplar cada día. Sus consideraciones se inspiraron en los Ejercicios de San Ignacio, predominando el acompañar a Cristo en su dolor, participar de él, ver su padecimiento por nuestros pecados y considerar qué debíamos padecer por Él. Sin duda, debió sentir un especial pesar cuando la enfermedad le impidió andar y le postró en el lecho, por lo que no pudo celebrar la misa durante la Semana Santa y la Pascua de 1568. Sabemos, por una carta que escribe en esos días al P. Jerónimo Nadal, que la gota le impidió incluso poder seguir escribiendo con su propia mano.

No menos relevante nos parece la última Semana Santa que pasó el P. Borja en este mundo. Durante su último viaje, el tercer prepósito general de la Compañía de Jesús fue informado de la muerte de Pío V y la elección de Gregorio XIII, de la situación de la guerra en los Países Bajos, de los movimientos de la armada de don Juan de Austria en el Mediterráneo y de la matanza de San Bartolomé en Francia, entre otras cuestiones. Sin duda, estas inquietantes noticias debieron contribuir a que el viaje del P. Francisco fuese una prologada agonía. Tras cruzar los Alpes en litera, afectado por los efectos del frío y de las hemorragias, durante la Semana Santa se embarcó en Turín siguiendo el río Po hasta Ferrara. Allí permaneció cuatro meses, ocupado en la correspondencia diaria de Roma, que le traía las noticias de la Compañía y del mundo. Acudió a dicha ciudad, haciendo una parada de ocho días en Loreto. Finalmente, llegó a la Ciudad Eterna el 12 de septiembre con enorme sufrimiento por los dolores que le consumían. A los tres días de llegar a Roma, murió santamente el 1 de octubre de 1572.

San Francisco de Borja preparaba de manera precisa y cuidadosa su propia vivencia de la Semana Santa, cuestión que fue común con los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, al igual que se empleaba en la predicación en todos los pueblos y ciudades por los que pasaba en sus viajes, de forma especial durante la Cuaresma. En este sentido, también fue un precursor de las llamadas misiones populares, que fueron un fenómeno nuevo en el siglo XVI con vagos antecedentes medievales, concebidas como estrategia pastoral plenamente articuladas preferentemente para pueblos y aldeas. La evangelización sistemática de las gentes del campo tuvo profundo impacto, no sólo en la práctica y sensibilidad religiosas entre los siglos XVI y XVIII, sino también en la cultura popular. Los jesuitas, entre otras órdenes religiosas, desempeñaron un papel crucial, puesto que las misiones populares llegaron a considerarse como uno de sus ministerios más característicos e importantes, equiparables a las misiones que realizaban en territorios remotos. Así, se fue generando una estructura en el procedimiento que se fue perfeccionando hasta quedar establecida como modélica. Los misioneros debían permanecer en un lugar o comarca alrededor de una semana, predicaban e instruían cada día grupos diferentes de la población y aseguraban la perseverancia en los buenos propósitos, principalmente a través del establecimiento de cofradías y otras instituciones que permanecían en el lugar tras la marcha del misionero. Sus sermones, que muchas veces duraban hasta dos horas, trataban del pecado, la misericordia de Dios y temas relacionados con “Primera Semana” de los Ejercicios Espirituales.

Entre los jesuitas que se dedicaron con especial relevancia a esta labor, destaca de manera muy significada Jerónimo López, nacido en Gandía el 21 de octubre de 1589 y bautizado al día siguiente en la Iglesia Colegial. Entró en la Compañía de Jesús en1604 y, finalizado el novicio y mientras terminaba sus estudios, fue destinado a la isla de Mallorca en 1609, siendo apresado durante el viaje por los piratas de Argel. Permaneció en cautiverio un año, hasta que Enrique IV de Francia pagó su rescate por la intercesión de su confesor, el influyente jesuita Pierre Coton. La dura experiencia vivida el hizo retomar los estudios con inusitado ahínco y, tras realizar sus últimos votos en 1622, inició una labor misional titánica, que le hizo recorrer la Corona de Aragón y Navarra, las dos Castillas y Murcia. Tras cuarenta años de labor misionera, a la hora de su muerte, acaecida en Valencia en 1658, calculaba que sus misiones sumaban un número no inferior a mil trescientas.

Entender este método misional implica atender no sólo a las cuestiones teológicas, sino también los conceptos psicológicos y escénicos del espectáculo misional. De hecho, las misiones están íntimamente ligadas a la cultura barroca lo que implica que en ellas se utilizaron de un modo dramático las representaciones plásticas, la música o la iluminación. Esta predicación tuvo, sobre todo, un carácter visual que buscaba impactar y sorprender a su audiencia. El conjunto de herramientas utilizado para obtener los fines que pretendía alcanzar la misión tuvo mucha importancia para promover una nueva forma de religiosidad. Ciertamente, su carácter cuaresmal les confirió un fuerte contenido penitencial. En el caso del gandiense Jerónimo López, verdadero referente en este ámbito, en su método misional tenía una parte importante lo que él mismo llamaba “espectáculos”: el uso del crucifijo para fijar la atención sobre el Cristo crucificado, de la calavera, como símbolo del desengaño de las vanidades del mundo y una pintura del infierno, formaban su equipamiento habitual, aunque él mismo aconsejaba que se empleasen con discreción. Otro recurso era el “asalto”, que consistía en un acto de contrición que se realizaba de noche por las calles del pueblo. Igualmente, las prácticas promovidas fueron, fundamentalmente, la plegaria, la confesión y las procesiones.

En el caso de las procesiones, junto a las que organizaba el misionero, había otras convocadas por las cofradías locales. Cada vez más, y también en las misiones urbanas, el acento se inclina progresivamente hacia lo penitencial y cuaresmal. De forma más irregular, estos misioneros como Jerónimo López y otros jesuitas que actuaron hasta la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, actuaron con el fin de alcanzar la pacificación de enemistades y restituciones de bienes y de dinero. Esta tarea de reconciliación y concordia social, que tienen como uno de sus principales frutos la composición de paces y las restituciones, suponen una de las dimensiones sociales más tangible del amor fraternal, de la hermandad.

Por supuesto, San Francisco de Borja y el jesuita Jerónimo López forman parte del rico patrimonio cultural de Gandía. Cuidar el patrimonio cultural es una responsabilidad ciudadana, a la que están compelidas las instituciones, pero también los estudiosos e investigadores, los propios vecinos y todos aquellos que se sientan inclinados o impelidos a ello. Así lo entendieron los gandienses cuando, en 1996, trataron de reponer la Visitatio sepulchri, puesto que ya era completamente desconocida en la ciudad la función del Viernes Santo, así como gran parte de la música, el texto y las acotaciones escénicas de la del Domingo de Resurrección. A partir de los pocos vestigios documentales disponibles, el trabajo de investigación dio su fruto, pudiendo lograse la reconstrucción íntegra y fidedigna de la obra. La Junta Mayor de Hermandades de Semana Santa de Gandía favoreció la escenificación de aquello que se conocía durante 1996 y 1997, pero, felizmente, en la representación de 1998 se repuso por primera vez toda la obra íntegramente. Como afirmaba José María Vives Ramiro: “El reto de la pervivencia óptima de la Visitatio Sepulchri está en manos de los hijos de Gandía que decidirán con sus actos el futuro de esta truncada y ahora rehabilitada tradición”.

“En manos de los hijos de Gandía”. Las miles de personas que acudirán a los actos que conforman la Semana Santa en Gandía tendrán diversos motivos para ello. Sin duda, el primero y más importante, una fe firme que se sustenta y proyecta en unas devociones que acompañan su religiosidad, su vinculación a una cofradía o prestando pequeñas ayudas, pero muy importantes, para que todo luzca perfecto (limpieza, flores, luces, música…). Quizás haya algunas personas que acudan a estas ceremonias por costumbre, tradición o por acompañar a sus mayores, en el caso de los más jóvenes, a los oficios, actos litúrgicos o procesiones con los automatismos a los que nos empuja el ritmo de vida actual, sin haberse parado a reflexionar de manera más pausada sobre aquello que acontece antes sus ojos y les concierne.

Ante estas personas, como ante resto de los congregados en torno a la Semana Santa de Gandía, me gustaría significar que todo lo que va a suceder en las iglesias, en las calles y en las casas forma parte de su patrimonio. Un concepto de patrimonio que debe atender a varias cuestiones, materiales e inmateriales, pero que hemos de entender como el conjunto de bienes propios de una persona o de una institución, o de una sociedad en su conjunto, que se adquieren por herencia y que, por tanto, hunde sus raíces en un tiempo pretérito. Nos resulta extremadamente sencillo pensar y valorar el patrimonio material, pero nos cuesta más hacernos una idea de conjunto de nuestro patrimonio inmaterial, conformado de manera intangible por las creencias, las tradiciones, las devociones, etc.

Hacernos cargo de nuestro patrimonio necesariamente conlleva transmitir esa tradición relacionada no solo con el sentimiento, sino también con los sentidos, puesto que se persuaden por una percepción significativa, y con el entendimiento que conduce a la interiorización. Un entendimiento que va más allá, que enlaza inicialmente con unos valores y una cultura, pero que, por supuesto, sobre todo se sustenta en la fe. Un entendimiento que nos permite la apertura para captar lo que Dios manifiesta. Pero incluso cuando esta fe no es honda y asentada, el sentido de la Semana Santa, al igual que el de la Navidad, traspasa a la persona apelando a nuestras raíces antropológicas. El nacimiento y la muerte son el principio y el fin de la vida, de la que forman parte, como el haz y el envés, el sufrimiento y la esperanza. Ambas componen la esencia de la Semana Santa.

Vivimos en una sociedad cada vez más secularizada, en la que son muchas las personas que han perdido el sentido de transcendencia. Los antropólogos y los filósofos nos alertan sobre como nuestra atención está atraída por seguir el ritmo que nos impone el día a día con sus urgencias. Actualmente, todo lo que nos rodea compite por captar nuestra atención. El bombardeo de información, las redes sociales, la publicidad, etc. pugnan por seducirnos y, en cierto sentido, atraparnos. La infoesfera, como ecosistema de actuación y relación informacional, que desdibuja la diferencia entre lo humano y lo artificial, tiene aprehendida nuestra atención, proporcionándonos estímulos continuos, favoreciendo nuestro requerimiento de inmediatez y moviéndonos al consumo. La imparable informatización de nuestra vida nos introduce en un mundo donde todo está en la nube, donde nada es sólido. La monitorización de la vida a través de internet, la infomanía, la Inteligencia Artificial, etc., forman parte de nuestra realidad cotidiana. Los expertos nos vaticinaron los cambios en la educación, incluso en el ocio. Una de las consecuencias más preocupantes de todo esto es que lo que requiere más tiempo y más atención por nuestra parte va perdiendo progresivo interés y tiende a desaparecer. Es mucho más fácil poner el foco en las emociones, en satisfacer lo inmediato, que formarse intelectualmente o que reflexionar.

De igual modo, otras cuestiones que requieren más de nosotros, como el compromiso o la responsabilidad, o discernir la emoción más profunda de la experiencia religiosa, se dejan postergadas, sin tener en cuenta que perfectamente ambas realidades pueden coexistir en equilibrio. Sin duda, hemos de vivir en nuestro tiempo, pero sin dejarnos privar de sentido. Vivimos en una sociedad que no mira la cruz, que expone con cierto adanismo su derecho a ser feliz. Una felicidad que ciframos, muchas veces, en la posesión material, sin atender a la ética del cuidado de los otros, principalmente de los más dependientes, pero también de la propia comunidad. Nos cuesta pararnos por el ritmo acelerado que nos impone la vida diaria, somos multitarea y, sobre todo, nos cuesta mirar a los demás. Somos el “fono sapiens” que se hace selfies, que se pone a sí mismo en primer plano. El resto quedan en segundo plano, desdibujados, o están fuera del objetivo.

Si como San Francisco de Borja nos preparamos para vivir la Semana Santa, hemos de comenzar evitando el ruido que impide la escucha, que nos aturde porque nos saltan las supuestas alertas que requieren nuestra atención constantemente. Busquemos un silencio que agudice nuestra atención. Un silencio contemplativo que nos permita encontrar la voz interior. Usar nuestros sentidos para contemplar la belleza de la naturaleza y de la ética del cuidado, y plantearnos el sentido último de nuestra vida. Recordemos, hagamos memoria. Tendemos a almacenar “experiencias únicas”, variadas, diferente, “de moda”, pero mejor tratemos de conectar con lo perenne. Cultivemos la fraternidad con nuestro prójimo y la amistad con Dios a través de la oración y abramos nuestra mente a sus manifestaciones. Pensar en profundidad, iniciar el proceso sin temor, encontrar nuestra misión, mejorarnos para los demás de manera realista, sin huidas ni evasiones.

Cuando me senté a escribir estas páginas y pensé en mi relación con la Semana Santa, como en muchas otras claves de nuestra vida, me asaltaron los recuerdos de la niñez. Las explicaciones de mis padres para satisfacer mi curiosidad, mi formación como católica, la música, el retumbar de los tambores, el olor a incienso y a cera, los cofrades, los nazarenos, las Vírgenes doloras, el sufrimiento, la cruz, el silencio,… la muerte aceptada de quien murió por redimirnos y resucitó para mostrarnos la esperanza en la salvación. Todo ello estaba ahí, en esos primeros recuerdos forjados cogida de las manos de mis padres. Posteriormente, la vivencia y la formación han ido poniendo nombres y categorías, así como alimentando la presencia Cristo resucitado.

Quiero terminar reiterando mi agradecimiento a la Junta Mayor de Hermandades, patrimonio cultural de Gandía, que personifican un legado vivo y dan testimonio de vida cristiana. Recoger dicho legado, conservarlo y renovarlo, no es, lógicamente, algo meramente cultural, es testimonio de fe, de trasmisión de la fe, de oración, y de participación activa en la vida eclesial. El amor al prójimo y la caridad constituyen el motor que mueve su impulso para llevar la esperanza al corazón necesitado, mientras que la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, objetivo esencial de la hermandad sentida como vivencia comunitaria, constituye la esencia y el sentido de la Semana Santa.

Muchas gracias.

 

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